Publicado por Juan A. Zarco en la Revista “El Atrio” (Asociación Cultural Infante Don Juan Manuel), nº 9, agosto del año 2000.
La cultura es un derecho, una necesidad y un referente de identidad de los pueblos que los hace libres y diferentes. Amar y conocer el legado patrimonial de nuestros antepasados es conocernos mejor a nosotros mismos, al tiempo que nos ayuda a convivir, profundizar en la pluralidad y entender nuestra condición social.
Estimulante resulta poder contemplar algunos de los últimos avances experimentados en nuestro pueblo en relación con la mejora de este patrimonio cultural. Así, a la recuperación del arco de la puerta de entrada a las ruinas del antiguo hospital de S. Andrés[1], junto con el cerramiento que asegura la protección de sus vestigios, hemos de añadir las gratificantes imágenes que la labor de restauración de los restos del palacio del Infante D. Juan Manuel nos permiten ya contemplar, a juzgar por lo que se puede apreciar desde el exterior. Igualmente de acertado podemos calificar la colocación de paneles informativos, con los que la visita al castillo resulta completada culturalmente en todo su recorrido; sin duda que se trataba de una necesidad por sí misma demandada: urgía facilitar al visitante el acceso a una mínima información cultural de los estilos arquitectónicos imperantes, de los diferentes momentos en su construcción o restauraciones posteriores, de los motivos artísticos que engrosan su rico contenido y del sentido de cada una de sus múltiples dependencias.
De ello hemos de alegrarnos todos los belmonteños y felicitar a cuantos han contribuido a que tal realidad sea posible, desde los propios trabajadores a los representantes institucionales, en claro cumplimiento de sus funciones.
Un profundo triángulo histórico en el patrimonio de Belmonte de gran importancia lo configura el castillo, la colegiata-antiguo palacio del infante y el convento de pp. franciscanos-antiguo hospital de S. Andrés, cuyo recorrido debe ser imprescindible para cualquier turista que nos visite al darle oportunidad de poder contemplar marcos incomparables de nuestra arquitectura popular definidos por calles de profunda raigambre y estampa medieval, monasterios y conventos centenarios, bellos edificios civiles de carácter señorial y noble, pequeños palacios de época, casas blasonadas y fachadas con magníficas e inigualables forjas.
Sin embargo, en este paseo por nuestra herencia histórica no todo pueden ser felicitaciones y las asignaturas pendientes siguen estando ahí. Duele contemplar cómo después de más de dos años aún no ha sido posible eliminar unas simples pintadas en la piedra de uno de los muros de la puerta de entrada al recinto del castillo. Pero más duele aún la sombría imagen del estado de sus suelos, chimeneas, paredes, escalera principal y … artesonados; o la propia impotencia al escuchar siempre la misma conversación en labios de las decenas de visitantes que el domingo de Resurección (supongo que no especialmente diferente a cualquier otra jornada) tuve oportunidad de presenciar: ¡qué pena de joya!, ¡cómo puede estar en este estado de abandono!, ¿por qué la austeridad de sus paredes y ausencia de elementos ornamentales?, ¡admirables artesonados, pero … en este estado!, ¡… y aún así, de los mejores conservados de España (triste consuelo)! …
Cualquier patrimonio histórico o cultural, por pequeño que fuere, es un patrimonio espiritual de la humanidad, siendo responsabilidad de las instituciones su cuidado y compromiso ante la desidia y el abandono.
El castillo no puede quedar abandonado a su suerte, pendientes de una climatología favorable que disimule la humedad del rincón de la escalera, resignados al esperpéntico apuntalamiento de su escalera principal y artesonados, ruborizados por la frialdad de sus paredes y desconchados, indignados por la caída de cornisas de los muros, avergonzados por el estado de unas chimeneas que delatan la pérdida de identidad de sus moradores, inseguros en nuestro caminar por sus dependencias temerosos de la condición de sus baldosas y peldaños, o apesadumbrados por la situación de limpieza al contemplar papeles, colillas y otra serie de desperdicios.
Desde estas reflexiones debe nacer el compromiso de la sociedad civil de aunar criterios y sumar esfuerzos, para denunciar y presionar al objeto de cambiar el estado actual de deterioro de nuestro patrimonio, en especial de nuestro castillo, patrimonio más esplendoroso y simbólico. Deberá originarse una conciencia civil lo suficientemente importante para hacernos reflexionar sobre el futuro incierto que corre el legado artístico de nuestro pueblo en su edificio más emblemático, el castillo.
¿Y qué decir de sus alrededores? Sus laderas requieren un escrupuloso respeto a su orografía y flora, al margen de un cuidadoso trato que dificulte e impida la presencia de residuos de basura permanente (cartones, vidrios, latas, papeles, plásticos, etc), por lo que debe resultar a todas luces inadmisible el campar a sus anchas de nuestros jóvenes motorizados, con cuyas máquinas van surcando y erosionando gravemente el entorno paisajístico. Todo esto, además de un atentado ecológico, constituye un atropello patrimonial. Los cerros forman parte asimismo del patrimonio del castillo. No es preciso recordar aquí la configuración de dicho patrimonio y las medidas para su protección, así como la normativa legal respecto a la regulación del medio ambiente, máxime cuando tales cerros constituyen por sí mismos parte consustancial a dicho patrimonio.
A los padres corresponde gran parte de la responsabilidad en estas actuaciones de sus hijos, además del deber de su educación moral y ambiental, basada en el respeto a las personas y cosas, con independencia de su valor material, ya que el moral y cultural resulta más que evidente. Bien es cierto que inculcar el valor de la responsabilidad es difícil cuando hablamos de valores (respeto/tolerancia/colaboración/implicación)que no han sido libremente interiorizados por la mayoría, o no han tenido un sentido de utilidad/necesidad personal/social o han sido rechazados familiar o socialmente. En tales situaciones se genera un incorformismo del sujeto consigo mismo y un conflicto con la sociedad que desencadena comportamientos agresivos, violentos y destructivos.
A las instituciones locales les atañe la obligación de velar por el cumplimiento de la norma. Quizás un primer paso debiera ser el preventivo, qué mejor que comenzar impidiendo las carreras desenfrenadas por las laderas del recinto interior amurallado, dificultando para ello el acceso de las motos. La medida es sencilla, llevar a cabo un pequeño vallado de la parte de la muralla que, en su flanco derecho, se encuentra al descubierto. Algo mucho más ambicioso aún sería aprovechar la circunstancia para llevar a cabo la restauración de la rotura de esta pequeña porción, dejando para mejor ocasión poder completar la obra en toda la bajada de este panel de muralla hasta la puerta de S. Juan. Bajada que, por otra parte, y en lo que se refiere a los puntos de iluminación de la muralla, presenta altos índices de agresión y destrucción.
El cuidado y mejora de nuestro patrimonio requiere de un acto generoso y de compromiso de todos para con nuestro pueblo, como corresponde a una sociedad concienciada con los valores recibidos y profundamente agradecida por la herencia transmitida de sus antepasados.
[1] Me resulta extraña la referencia al Hospital de S. Andrés como ruinas. Término de reciente aparición al que no tenemos más remedio que desgraciadamente acostumbrarnos todos.
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