Publicado por Juan A. Zarco en la Revista «El Atrio» (Asociación Cultural Infante don Juan Manuel), nº 23, mayo del año 2009.

 

Según queda recogido por Luís Andujar[1] el Monasterio de las Monjas Concepcionistas Franciscanas fue fundado en 1584, el 25 de julio, por don Alonso Severo, “hombre rico y principal, natural de esta villa de Belmonte …, familiar del Santo Oficio de la Inquisición”. La fundadora principal, Sor dona Ana de Toledo, procede del Monasterio de la Concepción de Cuenca.

 

En fecha 1 de junio de 2007, transcurridos más de cuatro siglos, las dos últimas moradoras del convento, Sor Amparo y Sor María Paz, han retornado a sus orígenes, han regresado nuevamente a Cuenca, cerrándose definitivamente las puertas del Monasterio de San Miguel Arcángel de Belmonte, aceptando resignadamente algo que en los tiempos que corren parece venir dado por hecho, alejándonos de un pasado, sus costumbres y estilos vitales, hoy día más que obsoletos, pues lo que resulta realmente atemporal es el cuestionamiento de la fecha de caducidad de determinados aspectos de ese pasado. Se han marchado dejando tras sí un legado histórico de cuatrocientos veintitrés años.

 

Sólo me voy a centrar en uno de los aspectos de este legado, el educativo. Es cierto que para estas monjas franciscanas su razón de ser gira en torno a la oración, si bien también compartieron sus días compaginando la vida contemplativa con las tareas docentes.  En tanto que antiguo alumno de las concepcionistas, aunque de paso efímero, pues no llegaron a dos los años como escolar del centro, me permito el volver la vista atrás medio siglo para poder extraer consecuencias, pienso que positivas, vinculadas al proceso educativo que estas monjas llevaron en Belmonte. Un dato objetivo viene a ratificar lo que acabo de aseverar. Convendrán conmigo que los belmonteños de los años cincuenta partíamos con cierta ventaja cultural y educativa respecto a otros núcleos rurales de nuestro entorno cercano, única y exclusivamente por tener la suerte de poder contar con varios centros educativos en el que recibir formación. Hablo de centros religiosos, amén del laico, existentes en la Villa, tales como el ya mencionado de Mm. Concepcionistas, así como el de Pp. Trinitarios o la Escuela Parroquial.

 

Por entonces, el centro escolar estatal (el carácter de público se adjudica en años posteriores, con la llegada de la Ley General de Educación)  con que contaba el pueblo era denominado como “Las Escuelas” del parque. Creado a finales de los años veinte durante la segunda república, pasa a ser Colegio Fray Luís de León con el desarrollo de la citada ley. En la actualidad este Centro está destinado, pienso que con acierto, a biblioteca municipal, centro de nuevas tecnologías de la comunicación y, en un futuro inmediato, para archivo municipal, una vez que ha sido desafectado, por tratarse de un bien catalogado por Patrimonio, en tanto que fue uno de los primeros colegios de la República. Otros colegios, también de carácter estatal, fueron  “La Maestrilla” situado en la plaza Muñoz Grandes y “El Lavadero” de la calle Cervantes.

 

[1] Andujar Ortega, Luís (1995). Belmonte, cuna de Fray Luís de León, p. 248. Ed. El Autor.

Mi paso por el aula en el Colegio de Mm. Concepcionistas fue corto, tal y como ya he comentado, pero suficientemente intenso como para guardar de él una grata imagen. Permanecen en mi memoria recuerdos infantiles evocadores de un ambiente de contrastes visuales cargados más por la opacidad claustral que por la abundancia de luminosidad, los olores a humedad que transmitían la gélida entrada, una vez traspasado el portón de acceso al monasterio, la imagen claroscura de la escalera de acceso a la primera planta o el espacio y luminosidad del aula en que aquella desembocaba, dotada de ventanales que recibían la luz exterior procedente de la calle Julio Romera. Una pizarra como único instrumento para la transmisión de los contenidos y una tarima como símbolo de autoridad, eran las dos únicas herramientas en las que se asía el proceso de enseñanza. En la parte central, encima de la pizarra, un crucifijo y la imagen de una monja (¿se trataba de la fundadora de la orden franciscana, Santa Beatriz de Silva Meneses?) Por su parte, los pupitres de madera y el pizarrín se constituían en los elementos esenciales del proceso de aprendizaje.

 

La memoria traslada a veces imágenes cargadas de cierta añoranza, por qué negarlo. Sentimiento de nostalgia, ese íntimo sentimiento que hace embellecer los recuerdos, ¿quién de mi edad no añora los momentos compartidos en aquella aula y el corredor de acceso, las miradas cómplices de los compañeros, también compañeras (qué curiosidad  para la época, un colegio de religiosas de carácter mixto, bien es cierto que en el periodo de edad infantil) y la candidez propia de la temprana edad?

 

No creo que sea adulador ni exagerado si expresamos que, para entonces, estas monjas traían consigo una tradición educativa y cultural recogida tras años de dedicación a la enseñanza, en un país y en una época en donde el estado se encontraba muy limitado para ejercer sus obligaciones, ahogado por un aislamiento social y encorsetado por su propia carestía económica, que nos retrotraía a niveles más propios del siglo XIX que a los de mediados del XX. Era la época en que la alpargata imperaba en el vestir y la leche en polvo se constituía en el condimento ideal del mediodía escolar.

 

A las personas octogenarias de nuestro pueblo seguramente les resultan familiares los nombres de las madres Esperanza, Concepción  y Purificación. De la primera, todas las de entonces recordarán sus labores de portería del convento. De la tercera, recuerdo referir a mi abuela que había permanecido en casa de su parienta, la señora Bernarda, oculta durante toda la guerra civil. Para la totalidad de aquellas antiguas alumnas su única etapa escolar fue desarrollada en el colegio de las Mm. Concepcionistas Franciscanas, generalmente escolarizadas desde los 3-4 años hasta los 11-12 en que eran incorporadas a las labores de la casa; cuando no apartadas involuntaria y definitivamente del propio proceso educativo, a raíz de los hechos acaecidos en julio de1936 y sus tristes consecuencias.

 

Estas educadoras han formado parte de la historia formativa en Belmonte, con sus aciertos y contradicciones propias de las ideologías y el momento en que se instalan, con una función cultural y socializante incuestionable, en una época en que no se podían gozar de tantas prebendas como las actuales, especialmente referidas a una educación gratuita y universal para todos o a esa otra norma educativa socialmente aceptada hoy que vertebra y condiciona su eficacia en la máxima de formar ciudadanos libres.

 

 Si estamos en condiciones de afirmar que Belmonte se ha distinguido siempre por ser un pueblo culto, ello se ha debido a que ha podido acceder con relativa “facilidad” a la cultura, o al menos a que ha podido disponer de recursos y medios para llegar a la misma. Así, ya en el siglo XVI comienza a gestarse tal realidad educativa con la apertura en el pueblo del Colegio de la Compañía de Jesús[1].

 

[1] La Compañía de Jesús inicia clases de Gramática en la Villa de Belmonte el día 20 de octubre de 1558.

 

Es así que esta tendencia se sigue manteniendo, ya ampliada, a lo largo de la primera mitad del siglo XX, con la existencia de una serie de colegios. Resaltar que, por ejemplo, en la década de los veinte contamos en Belmonte con los colegios religiosos de las Madres Dominicas, Concepcionistas y los Padres Trinitarios, a los que hemos de añadir las “Escuelas del Parque”, la escuela de “La Maestrilla” (ya referida anteriormente) y “El Almudí” (ocupando espacio anexo de la casa Almudí). No olvidemos que estamos hablando de una época marcada por graves limitaciones para el acceso de todos a la enseñanza, máxime en los primeros años de postguerra, sellando una generación desfigurada y necesitada. Son, por ejemplo, los años en que Monseñor Ángel Herrera Oria, nombrado obispo de Málaga el 24 de abril de 1947, promueve, entre otras grandes obras benéficas, la construcción de viviendas sociales para los obreros malagueños, crea residencias formativas para los sacerdotes recién ordenados y, uno de sus grandes legados educativos, las escuelas-capilla rurales. Sus escuelas rurales se proyectan a lo largo y ancho de la provincia malacitana y se constituyen en un modelo ejemplarizante de enseñanza rural, allá donde es impensable encontrar una escuela estatal.

 

                                   Grupo escolar  de “La Maestrilla”, curso 1959-60. La maestra es Laura Moral

                                                                        (Fotografía cedida por Luís Campos Chamón)

Se trata de extender los brazos de la alfabetización a los múltiples y variados rincones de nuestra geografía nacional. Los vecinos de Belmonte, gracias a sus fundaciones religiosas, tienen relativamente fácil este acceso, ya lo he afirmado; otra cosa diferente es la cuestión económico-laboral, grave condicionante para el desarrollo. Son innegables las posibilidades de beneficio de aquellos momentos para nuestro pueblo, en tanto hablamos de instalaciones educativas y, por tanto, de alguna manera, de recursos. Un gesto generoso, por nuestra parte, debe ser recordar y estar agradecidos a quienes han dedicado toda su vida a prestar su desinteresada ayuda, cariño, apoyo y desvelo en pro de la educación de un pueblo.

 

Un interrogante se precipita en mi pensamiento, una vez las madres Concepcionistas han abandonado su monasterio, ¿qué va a ser de este edificio del siglo XVI?, ¿le espera el mismo destino ruinoso que a algún otro edificio emblemático del pasado? Y enseguida afloran inquietantes cuestiones, ¿habremos aprendido la lección?, ¿sabremos actuar en consecuencia? Y, llegado el caso, ¿el pueblo sabrá demandar la conservación y el mantenimiento del edificio, tal y como lo ha hecho en otras ocasiones?, ¿sabrán mover los hilos de la política los legitimados para tales menesteres?

 

Se trata, en definitiva, de velar por este monasterio que forma parte de nuestra historia y del notorio patrimonio histórico-cultural de nuestro pueblo. Hoy día tenemos motivos más que sobrados para sentirnos esperanzados. A los hechos me remito, castillo y palacio del Infante don Juan Manuel, sobre todo. Estamos en el buen camino. Edificios que se recuperan y se les da una utilidad social y cultural, y en ocasiones educativa, como en el caso del antiguo colegio público Fray Luís de León. Este es precisamente el gran reto, recuperación de edificios emblemáticos y capacidad de generar respuestas basadas en dotación de servicios e infraestructuras de alto interés socio-cultural para el progreso y bienestar de los belmonteños.

 

Siendo conscientes del valor arquitectónico de este edificio,  nuestra mayor aspiración debiera ser poder mantenerlo y conservarlo, tal y como se nos ha transmitido, tras un legado de más de cuatrocientos años. Es preciso ponerse en marcha cuanto antes, ahora que estamos a tiempo, negociar dónde y con quienes proceda y buscar alternativas. Si se persigue, se encuentra.